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La captura deslumbrante
La exposición de dibujos de Clarina Vicens y Eduardo Vernazza es concebida, desde el guión curatorial, como una muestra de cámara. Usando ese carácter no sólo por la imposición de las salas, estrechas, techo bastante bajo, y, por su ausencia de aberturas, un tanto ensimismadas y propensas a la mirada cercana. El encuadre, entonces y de manera esencial, surge por la necesidad de propiciar esa cercanía, propiciarla desde lo entrañable, incluso desde lo íntimo. Con la selección de dibujos, con los originales, con las reproducciones perpetuadas por las crónicas teatrales que ellos prestigiaron. Elijo la palabra prestigiaron con absoluta premeditación. En ninguno de los casos, se trata de meras ilustraciones. Para nada. Quieren ser miradas elocuentes sobre actrices y actores, sobre escenas de diversas ceremonias teatrales, utilizando el término ceremonial en el sentido barthesiano. Es decir, aquella experiencia iniciática que, de alguna manera, mínima o enorme, nos altera, nos conmueve, nos modifica. La cercanía como vía de acceso a la valoración de ese rasgo primordial, imprescindible, una muestra concebida como de cámara. El mejor guión para rescatar y ofrecer una manifestación artística que, sin paradojas, logra ser tan autónoma como dependiente. Un ejercicio creativo que pauta toda una época del teatro uruguayo, del periodismo cultural y de dos formas dibujísticas con un grado de calidad encomiable. Tanto en Vernazza como en Vicens no se trata de la minuciosa captura fotográfica. No se busca la anécdota precisa, la puntería descriptiva. Se persigue el nervio, el pulso, el temperamento, el gesto en el sentido brechtiano. Es decir, no una máscara, sino la gran conjugación de elementos que vas más allá de lo obvio, de lo evidente, el área expresiva que se enriquece por una compleja trama de elementos interrelacionados o instaurando inesperadas fusiones. Más tarde, transcurrida buena parte de los sesenta, la fotografía teatral dejará de ser un recurso sumiso y obtendrá un relato singular, una emanación de clima que también querrá trascender lo descriptivo. Pero antes, los relatos gestados por Vicens y Vernazza pautan un dibujo nervioso, de gesto iluminado, pero que además redefinen, en su decisión parceladora, una captura de la puesta en escena, un momento detenido de la conjugación de recursos desplegados por quien o quienes pasan a ser protagonistas capturados, casi robados a la semántica teatral para ser trasladados a un territorio donde se impone otra semántica, la del dibujo vigoroso o expresivo, en Vernazza, refinado y poético, en Vicens. Son dibujos que enraizan su origen en una puesta en escena pero logran ostentar una franca independencia, que van reclamando un análisis que va más allá de ese origen. Una querida amiga y actriz, Leonor Álvarez Morteo, fallecida y dolorosamente poco recordada, me permitió valorar la autonomía del boceto sobre el hecho concreto que lo motivó. Ella atesoraba, lo que estimaba dos obras de arte, un óleo de Manolo Lima y un dibujo de Vernazza. En las dos obras el parecido fisonómico, no era exacto. Pero difícilmente podría reflejarse mejor su personalidad. No recuerdo con claridad si el dibujo había sido un obsequio de Vernazza ni tampoco a que obra pertenecía. Creo, sólo creo, que había sido tomado en una representación de “Yerma”, obra de García Lorca que marcó uno de los mayores triunfos de la actriz. Ella, con su sentido especialísimo del humor, disfrutaba contando cómo, cuando mucha gente sostenía la falta de exactitud en ambos medios disciplinarios, ella decía que los artistas habían sabido ver más allá del rasgo físico, que esos trabajos la reflejaban mucho mejor que cualquier espejo. El recuerdo, la rotunda certeza de la retratada, constituyen un inmejorable testimonio sobre el sentido vertebral de estas maravillosas piezas que la exhibición rescata.
El espectador de la misma debe valorar las condiciones complejas y peculiarísimas en que los mismos comenzaban a nacer. El primer apunte era tomado en la penumbra del teatro. La única vez que hablé con Eduardo Vernazza durante un breve encuentro cuando integraba el Teatro Circular y desarrollaba mi tarea crítica en artes plásticas, como se decía entonces, le pregunté sobre lo arduo de semejante método. Me respondió que todo era cuestión de memoria y, sobre todo, de una buena ubicación siempre pedida, no siempre conseguida. Memoria extremadamente sensible y mano de destrezas prodigiosas, agregaría. Clarina Vicens, sostiene algo parecido. Se conformaba con un buen lugar, confiaba en su memoria visual, en la habilidad de su mano, y en la suerte del hallazgo. Debe valorarse, por lo tanto que los trabajos conjuntados no germinan en la calma de un taller, en las benevolencias de un proceso creador que puede permitirse pausas y distensiones sino que, en lo sustancial, surgen condicionados por la velocidad, por el azar, por la capacidad de saber capturar el momento fugaz, apenas asible. Captura que en los dos artistas ha sido, sigue siendo, una acción de absoluto deslumbramiento.
En 1928 Vernazza tiene 18 años. En ese momento se le presentan dos
posibilidades: trabajar en el negocio de un pariente o integrar como dibujante, el plantel del diario “El Día” en el área de las crónicas policiales. Decide arriesgarse y elige la segunda opción. Simultáneamente estudia dibujo con su tío el artista Marcelino Buscaso y cuatro años después, estudia en el Círculo de Bellas Artes. Abandona las crónicas policiales y pasa a participar en la página de espectáculos que ofrece el mismo diario. Entre 1920 y fines de los ‘80, cuando “El Día” cierra de manera definitiva, sus bocetos dan testimonio de casi todos los espectáculos nacionales e internacionales presentados en nuestro país y dentro de muy diferentes rubros, teatro, ópera, danza. Clarina Vicens comienza a desempeñar una tarea similar en 1956, a la misma edad con que había comenzado Vernazza, para el también desaparecido diario “El Plata”, tarea que prosigue hasta casi el cierre del mismo en 1964. En esos nueve años también dibuja sobre obras teatrales, óperas y ballet. Había estudiado en la Escuela de Bellas Artes bajo la dirección de Adolfo Pastor. Realizado varios estudios particulares con prestigiosos maestros, entre los que se destacan Edgardo Ribeiro y Augusto Torres. Los trabajos de los dos creadores comparten rasgos comunes, casi todos ya señalados, y también sus claras diferencias que singularizan sus respectivos relatos autorales. Vicens transita una línea dúctil, sinuosa, pudorosamente sensual. En ocasiones, apacible. En otras, de una fuerza escultórica digna de los “magníficos” diseñados por Rafael Barradas. Seguramente esa densidad casi esculpida no era ajena a su inicial formación escultórica. Sus dibujos tienen siempre un dulce aura de serena ternura. El color es apenas un acento suave, un subrayado muy leve. Vernazza despliega un trazo más ansioso, exultante, fracturado o descansado en cadencias envolventes. Cuando elige desertar de una ágil y sensible tendencia a la recta o al ángulo, las curvas pueden cruzarse y entrecruzarse con empuje musical. Cuando irrumpe el color puede hacerlo mediante acentos apenas perceptibles o dominar toda la figura, abundando en matices, regodeándose hasta producir un cromatismo audaz, de una brillante exhuberancia. La pluma y el lápiz de ambos creadores han dejado una especie de memorial invalorable sobre la historia del teatro nacional y de sus protagonistas. Y del teatro internacional, con nombres tan relevantes como Madeleine Renaud, Maria Casares, Jean Luis Barrault, Vivian Leigh, Vittorio Gassman, escasos nombres para una prestigiosa y nutrida lista, cuando Montevideo era escala ineludible. También, en lo personal y quizás para muchos otros, la recuperación de nombres que forjaron la temprana condición de espectador teatral. Una muestra que es homenaje a los creadores pero adjuntando también un tributo a una época que debe ser recordada con cariño, asombro, aun con nostalgia, pero sin rituales de imposibles retornos. Alfredo Torres
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