Política, tragedia y comicidad en el castigo sin venganza


Política, tragedia y comicidad en El castigo sin venganza.

Donde suele desalentarse la venganza y enternecerse el castigo, se encarniza la envidia Quevedo, Grandes anales de quince días La ingente bibliografía arrojada alrededor de esta obra de Lope compromete en exceso la originalidad de mi propuesta. No obstante, me atrevo a formular aquí una visión de detalle, fundamentada en el análisis del discurso político de la obra. Me pide Milagros, además, que le presente mi perspectiva particular sobre El castigo sin venganza y, aun a riesgo de resultar obvio y decepcionar consecuentemente las expectativas, entiendo mi tarea como un ejercicio de interpretación en clave política de la tragedia lopesca y como derivación la ponderación del componente cómico en ella. Mezcla de comicidad y tragedia de El castigo sin venganza se halla ya en el primer verso. El comienzo de la obra ofrece los rasgos apreciables del entremés: ambiente de germanía, con la jerga eufemísticamente diáfana del lugar: bravo, madre beata, niñas. La presencia del Duque en tal lugar sorprende por impropio, así como la clásica narratio de primera jornada en la que un personaje pone en antecedentes a los espectadores sobre la calaña del protagonista. La voz que relata el pasado del Duque de Ferrara es la de una prostituta (una Cintia, de ecos propercianos) que informa de la existencia de un hijo bastardo (nueva muestra de la escasa virtud del Duque) y de la condición esclava del noble. «Libertad perdida» es la expresión elegida: un sintagma de connotaciones políticas evidentes, con la idea de la libertad como vencimiento de uno mismo. Oculto bajo el disfraz, el Duque, travestido, procura conocer qué piensan sus súbditos en un recurso viejo de las historias dramáticas. El propio Lope da pistas para hallar en Suetonio la anécdota de Nerón recorriendo de incógnito las calles de Roma. En esa misma escena, que recuerda el acto IV de Henry V antes de la batalla de Agincourt camuflado entre la tropa, surge el viejo dilema del temido / amado que Maquiavelo contestó: «Pero, señor, quien gobierna, / si quiere saber su estado, / cómo es temido o amado, / deje la lisonja tierna / del criado adulador / y, disfrazado de noche / en traje humilde, o en coche, / salga a saber su valor» (v. 137-144). Con el también maquiavélico añadido del adulador considerado como peste del príncipe, estas primeras escenas colocan al protagonista en una tesitura política. La virtud, el vicio son rasgos de su carácter, subrayado por su condición de gobernante. 1 Las citas del texto proceden de El castigo sin venganza, edición de Alejandro García Reidy, Barcelona, Crítica, 2009. 2 «Nasce da questo una disputa, s’e’ gli è meglio essere amato che temuto o e converso», Niccolò Machiavelli, Il Principe, ed. Giorgio Inglese, Torino, Einaudi, 1995, p. 110. ____________________________________________________________________________________Tragique et comique liées, dans le théâtre, de l’Antiquité à nos jours (du texte à la mise en scène), actes du colloque organisé à l’Université de Rouen en avril 2012, publiés par Milagros Torres (ÉRIAC) et Ariane Ferry (CÉRÉdI), avec la collaboration de Sofía Moncó Taracena et Daniel Lecler. (c) Publications numériques du CÉRÉdI, « Actes de colloques et journées d’étude (ISSN 1775-4054) », n° 7, 2012. Noctívago, el Duque oye la voz de una representante, a modo de ese coro griego que Lope confiesa elidir en su famoso prólogo. La fama, el buen nombre, entregado al espejo de la comedia, o el hablar las verdades al gobernante son los dos temas que enuncia la actriz. En los capítulos que dedica a la adulación, Maquiavelo desarrolla el tema de si se deben decir o no las verdades a los reyes. El Duque descree de la opinión vulgar del mismo modo que en El príncipe Maquiavelo recomienda sólo pulsar la verdad cuando el príncipe la demanda, nunca cuando de forma voluntaria sus súbditos la suministren. «¿Que escuche, me persuades / la segunda? Pues no ignores / que no quieren los señores / oír tan claras verdades» (v. 230-233). Incluye Lope una escena posterior entre Batín y Federico, en la que se da a conocer por vía oblicua el cambio de comportamiento del Duque. Las palabras de Batín recurren al vocabulario político, con trazas de emblemas morales: «Ya de tu padre el proceder vicioso / de propios y de estraños reprehendido, / quedó a los pies de la virtud vencido» (v. 258). Vicio, virtud, propios y extraños, y esa imago de los triunfos asociados al prestigio o a la fama del príncipe, con los inevitables ecos petrarquistas. El empleo de estos términos continúa bajo la voz impropia del gracioso, que asume la premisa trágica que envolverá la acción de gobierno del Duque: «Señor, los hombres buenos y discretos, / cuando se ven sujetos / a males sin remedio, / poniendo la paciencia de por medio / fingen contento, gusto y confianza / por no mostrar envidia y dar venganza» (v. 313-319). La simulación o el fingimiento del gobernante constituye otro de los viejos temas del maquiavelismo o del tratadismo político de la época. Con el fulminante enamoramiento de Casandra y Federico (Ganímedes y Faetonte en analogía mitológica) se pone fugazmente en cuestión la decisión de la futura duquesa, que acepta ir a Ferrara a casarse por saber de la nueva «libre vida y condición» (v. 605) del Duque. Pronto se sabrá que la decisión en apariencia individual de este obedece a presiones de sus vasallos («mis vasallos han sido / quien me ha forzado y vencido / a darle tanto disgusto»). Política, pues, parece: por sus palabras pasan las voces vasallo, deudos. La conclusión es que el casamiento parece obligado. Aurora, para reforzar el carácter político del hecho, subraya las viejas palabras del diccionario del poder de la época: prudencia, templanza, confianza, consuelo y paciencia. Esta misma terminología se complementa de forma iconográfica con el ceremonial y el rito de la entrega de la mano para el matrimonio. Las tres veces que Federico besa la mano de Casandra, en señal de triple obediencia, agudiza estos extremos, (vasallaje y respeto), aunque para dotar al acto solemne de inquietante intriga Federico hace sobresalir su propia fidelidad («la que sale del alma», v. 884) por encima de los deberes políticos con los vasallos del rey y con el propio rey que le obliga. La fuente del conflicto se halla en esta jerarquía de valores que Federico invierte con respecto a la doxa del discurso político. Más adelante, el anuncio de que algo se tuerce en el inestable equilibrio de la corte coincide con la aparición de la palabra «frenesí» en labios de Federico, esa «especie de 3 «Está escrita al estilo español, no por la antigüedad griega y severidad latina, huyendo de la sombras, nuncios y coros», ed. García Reidy, p. 80. 4 Sobre la metáfora del espejo, considerada junto al disfraz y a la oscuridad como centrales de El castigo sin venganza, y su funcionalidad en el mecanismo trágico, debe leerse la aportación valiosa de Janet Horowitz Murray al respecto: «Lope through the Looking Glass: Metaphor and Meaning in El castigo sin venganza», in Bulletin of Hispanic Studies, 56, 1979, p. 17-29: en especial, el parangón con el caballo (desenfrenado) y el león del protagonista. 5 A propósito de la elección de consejeros, dice Maquiavelo: «Uno principe prudente debbe tenere un terzo modo, eleggendo nel suo stato uomini savi, es olo a quelli eletti dare libero adito a parlargli la verità, e di quelle cose che lui gli domanda e non d’altro», Niccolò Machiavelli, Il Principe, op.cit., p. 156-157. POLÍTICA, TRAGEDIA Y COMICIDAD EN EL CASTIGO SIN VENGANZA locura o delirio acompañado de calentura causado de la inflamación de las membranas del celebro o de las túnicas llamadas meninges», que establece como definición el Diccionario de Autoridades. Batín, en su notable e insólito repertorio polyanteico, recuerda los efectos del frenesí, esa fuerza exterior que enajena al individuo. Que en términos de mecanismo dramático opera con los mismos resortes del fatum, o incluso del hybris, esencial en el andamiaje trágico. Al final de la primera jornada, la polis (el territorio moral y social de Ferrara) se halla en peligro. El frenesí cobra las formas del amor imparable. No veo necesario apurar este argumento con el recuerdo de la fuente novelesca de Lope que desveló Alvar y luego acompañó Carreño (el Bandello de la traducción castellana, «parafraseado con generosidad moral») para señalar hasta qué punto se califica de «amor loco e incestuoso» el que siente la marquesa y cómo esta aparece de forma constante como «loca e incestuosa» o como «incestuosa mujer». Obsérvese que el segundo acto comienza con una lamentación de Casandra en diálogo con Lucrecia: su tristeza procede de su condición de Duquesa, sujeta a los rigores de un matrimonio infeliz. La clásica figura de la malmaridada asoma en sus versos, con recriminaciones de inacción erótica y abandono del lecho conyugal tras la obligada consumación: «sólo una noche le vi / en mis brazos en un mes» (v. 1033-1035). La insatisfacción es notoria y las palabras recogen involuntarias la descripción de la mujer como mero objeto de posesión: «como alhaja la mujer, / para adorno, lustre y gala, / silla o escritorio en sala, / y es término que condeno, / porque con marido bueno, / ¿Cuándo se vio mujer mala?» (v. 1058-1063). La unión matrimonial, a lo largo de estos primeros compases de la obra, se ofrece como solución política. Primero, la del Duque, obligado por los vasallos; después la de Federico y Aurora, obligados tras el desplazamiento de su hijo bastardo de la línea sucesoria: «yo consulté los más ancianos sabios / del magistrado nuestro y todos vienen / en que esto sobredora tus agravios» (v. 1144-1146). Los actos de naturaleza política comprometen de forma necesaria la maquinaria de la tragedia. Sin ellos, carecen de sentido los movimientos siguientes. A través de la conversación ardiente que mantienen Federico y Casandra casi al final del segundo acto, el matrimonio es considerado, por Casandra, mero ejercicio político: repetirá la idea del cumplimiento formal con los vasallos y, por tanto, asegurará que no habrá descendencia que pueda importunar la herencia de Federico. El Duque es presentado de nuevo como un caballo desbocado, imagen habitual casi tópica del vicioso: furia que vence al freno del matrimonio. «Es más que esposo, tirano» (v. 1381), concluirá, con términos del lenguaje político, aplicado al príncipe que no sigue los rigores a los que su condición le obliga. El valor heroico del Duque se estraga en «mujercillas viles, / pedazos de honor sembrando» (v. 1369-1370); «bárbaro marido» (v. 1564) señalará después Casandra, cuando el fervor del amor entre ellos parezca más evidente. Nada es más importante en este aspecto que la llamada del Papa al Duque para defender la cristiandad, en otro de esos resortes propios de la tragedia, una especie de deus ex machina (en este caso más bien un vicedeus ex machina) que desencadenará todo: el deber inexcusable del buen príncipe, el código del noble cristiano opera como sustituto del fatum. Federico pretende acompañarlo, pero saldrá la voz (otra vez en 6 Manuel Alvar, «Reelaboración y creación en El castigo sin venganza», in Revista de Filología Española, 66, 1-2, 1986, p. 11. 7 Antonio Carreño, «Textos y palimpsestos: la tradición literaria de El castigo sin venganza de Lope de Vega», in Bulletin Hispanique, 92-2, 1990, p. 735. 8 Recuérdese la definición clásica de Diego de Valera, en su Doctrinal de príncipes, síntesis de santo Tomás, Séneca y Aristóteles: «el rey governa segunt las leyes, el tirano segúnt su voluntad», ed. de Silvia Monti, Verona, Università degli Studi di Verona, 1982, p. 36. severos tercetos propios de solemnidades) del discurso político: «Eso no podrá ser, porque no es justo / Conde, que sin los dos mi casa quede» (v. 1700-1701). «¿Qué dirán si quedo?», interroga Federico; «Que esto es gobierno y que sufrir no puedo / aun de mi propio hijo compañía» (v. 1705-1706), contesta el Duque, en un acto de aparente y extrema prudencia política que los espectadores interpretarán como el comienzo del fin. El comienzo de la última jornada encarece, en labios de Aurora, la actitud heroica del Duque en la batalla librada, en un pasaje que contesta palabra por palabra la execración de Casandra sobre las ligerezas eróticas de su marido. Los laureles ganados en los lechos de las mujerzuelas, que exponía Casandra en el acto segundo, coronan ahora los triunfos a favor del poder pontificio. El propio Duque, en el recibimiento de Casandra, mostrará los signos de su transformación moral, en parangón con el mismo Trajano: «ceñido de laurel besé su mano / después que me miró Roma triunfante / como si fuera el español Trajano: / y así pienso trocar de aquí adelante / la inquietud en virtud porque mi nombre, / como le aplaude aquí, después le cante; / que cuando llega a tal estado un hombre / no es bien que, ya que de valor mejora, / el vicio, más que la virtud, le nombre» (v. 2319-2328). Más adelante, en otra narratio indirecta, Ricardo alabará ante Batín la enmienda sustancial del Duque triunfante: «traemos otro Duque» (v. 2357), dirá, así como: «el duque se ha vuelto humilde / y parece que desprecia / los laureles de su triunfo; / que el aire de las banderas / no le ha dado vanagloria» (v. 2369-2373). «No hayas miedo tú que vuelva / el Duque a sus mocedades / y más si a los hijos llega, / que con las manillas blandas / las barbas más graves peinan / de los más fieros leones» (v. 2392-2397), asegurará al gracioso el escudero del Duque. Sobre el escenario, Lope, con tres instancias informativas, transforma al Duque anterior a la llegada de la carta del Papa – entregado al deleite, despojado de la virtud de la templanza, elemental y necesaria en todo buen gobernante – en un príncipe santo, humilde, deseoso de vencer al vicio tras la victoria militar. Lope pone cuidado en demostrar la veracidad de su cambio justo antes de la lectura de los memoriales, con el propósito de situar a uno de los protagonistas en una posición política incontestable. «Sepan / mis vasallos que otro soy» (v. 2448-2449) confesará a Batín; mientras, éste, en un ejemplo elemental de la defensa de la providencia divina proclamará el cambio político del príncipe y se atreverá con buenos augurios: «el cielo, que remunera / el cuidado de quien mira / el bien público, prevenga / laureles a tus victorias, / siglos a tu fama eterna» (v. 2462-2465). Todo ello, inmediatamente antes del momento en que conoce la traición. Reducidas sus palabras, a partir de aquí y hasta el final, a un discurso político, el Duque busca entre los términos del derecho (leyes del honor, castigo, venganza), dar salida a la situación. Su debate interior consiste en dar con la solución más idónea desde un punto de vista estrictamente político. Con el vocabulario propio de los tratados de la época, irá desgranando las dificultades de difundir la razón de su castigo. Un implícito maquiavelismo, que concibe como razón de estado el mantenimiento de su status, convierte esta última parte de El castigo sin venganza en un sofisticado tour de force sobre cómo ejercer el poder sin que se resienta un ápice la posición del Duque. La traición es lo de menos: lo importante es que no afecte ni un instante a la solidez de su dominio. Las acciones de los amantes no pueden trastrocar la reciente conversión a la 9 El debate interior del protagonista no interesa tanto para la cuestión. No hay tal debate, salvo el retórico de enfrentar su condición de padre y esposo con el de gobernante. De ahí tal vez el comentario de Victor Dixon e Isabel Torres, en su trabajo sobre la relación de la tragedia Hipólito de Séneca y esta obra de Lope, sobre la posibilidad del Duque de distinguir los conceptos de venganza y castigo para finalmente erigirse en “juez de su causa”, exento – quizá – de motivación personal», «La madrastra enamorada: ¿una tragedia de Lope refundida por Lope de Vega?», in Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 19-1, 1994, p. 53. POLÍTICA, TRAGEDIA Y COMICIDAD EN EL CASTIGO SIN VENGANZA virtud. El foco de la historia parece colocarse en el debate entre matar a una esposa y a un hijo y el de ser consecuente con lo que se demanda a un príncipe. El pathos obliga a contemplar esa tensión interna; sin embargo, para ello es necesario que las obligaciones políticas del Duque estén a la altura de las circunstancias: que sean razones inamovibles, invencibles para que la prueba agónica sea extrema. El espectador está habituado a observar todo desde el ángulo del amor irrefrenable, pero la causa política actúa también con la misma determinación de insalvable obstat. Sin ese predominio de lo político, sería impensable el término trágico de la obra: dicho de otro modo, en El castigo sin venganza, la tragedia depende del rigor político, del compromiso del príncipe con su propio principado (sustituido por Duque y ducado). El fin último, esa razón de estado, que se manifiesta por encima de la propia biografía pecaminosa del duque, por otra parte ya desdeñada en arrepentimiento y profunda contrición inexorable, es la que genera los resortes necesarios para la acción trágica. Ilustró en su día Fernando Lázaro las funciones complejas del gracioso de esta tragicomedia. Advirtió sus humoradas sobre gongorismos y menesteres de poetas en el arranque y sus devaneos efímeros e incompletos con Lucrecia en la primera de las jornadas. También notó en él Lázaro su condición de, «portavoz de los espectadores», cuando chancea sobre caballeros, o su manera de operar, «con familiaridad excesiva […], como interlocutor asociado al galán» con el fin de dar alternativa al soliloquio. Y, por último, en instancia plenamente funcional, Lázaro Carreter intentó explicar su especificidad dramática cuando «economiza, allana, facilita, contribuye eficazmente a disponer piezas esenciales del drama». Desaparece de escena a medida que el final se va conociendo, incluso con una especie de escapatoria vergonzante: «cuando su señor ha delinquido», señala Lázaro Carreter, cuando solicita entrar al servicio de Aurora en Mantua. Algo, sin embargo, lo define, por encima de estas circunstancias: su proclividad al uso del exemplum o de la facecia ilustrativa, en una especie de vademecum enciclopédico del protagonista. «Bachiller estás» (v. 1787) dirá en la segunda jornada Federico a Batín. Y, en efecto, la misión de este gracioso es la de funcionar como apéndice bachilleril de las acciones. En la primera jornada, traerá a sazón la imagen del caballo para el Duque, de componente simbólico, ya explicado por Donald MacGrady en su repaso del empleo de cuentecillos en la obra. Con Lucrecia, y sin salirse de la primera jornada, tirará de repertorio simple, al recordar la Lucrecia y el Tarquino romanos para el chiste fácil. De hermafrodita tildará la pulsión entre morir y vivir de Federico, entregado a la fe amorosa con lenguaje de poeta cortesano. Mencionará el juicio de Paris como analogía para la discordia entre el marqués de Mantua y Federico por el amor de Aurora. Sacará en este mismo diálogo (que concluirá con las palabras citadas del «Bachiller estás») las referencias a los celos de cisnes y gallos que no soportan tener al lado competidores y la imagen de los arcaduces del agua de la noria («ya deja el agua primera / el que la segunda toma», v. 1781-1782) para representar que un cuidado amoroso llega siempre para curar el anterior. Al comienzo del acto tercero volverá a traer erudición de andar por casa (de la Officina de Ravisio Textor entre otros) para ponderar los actos de Federico: recordará el caso de Tiberio que olvidó haber matado a su mujer cuando la echó de menos a la hora de la comida, o el caso de Mesala que fue orador romano al que, en pleno discurso, se le olvidó su propio nombre. Y la del 10 Fernando Lázaro Carreter, «Funciones de la figura del donaire en el teatro de Lope de Vega», in «El castigo sin venganza» y el teatro de Lope de Vega, ed. Ricardo Doménech, Madrid, Cátedra/Teatro Español, 1987, p. 33-48. 11 Donald McGrady, «Sentido y función de los cuentecillos en El castigo sin venganza», in Bulletin Hispanique, 85, 1-2, 1984, p. 45-64. vizcaíno despistado que lleva su mulo al veterinario para que coma algo, sin darse cuenta de que no le ha quitado el freno para hacerlo. El discurso de misceláneas, de silva curiosa, aparece entreverado de forma mecánica por las palabras de un desconcertado Federico: «No sé, por Dios» (v. 2205), «Yo me olvido de ser hombre» (v. 2215), «¡Ay, Batín, que estoy turbado / y olvidado desatino!» (v. 2221-2222) y «¡Ay, Batín, no sé de mí! (v. 2245). Antes de que el desenlace se cumpla, Batín aún tendrá tiempo (el último) para hacer un chiste a propósito de otra referencia pseudo erudita: la de la fábula de Esopo de la gata que pide ser mujer y que, ya transformada, en viendo a un ratón, se lanza a cazarlo: «la que es gata será gata / la que es perra será perra / in secula seculorum» (v. 2389-2391). Todo para ejemplificar la dificultad de que las personas modifiquen su carácter, como contraste argumentativo a las aseveraciones de Ricardo sobre el cambio sustancial del Duque. La presencia de lo cómico se va desvaneciendo, hasta desaparecer, a medida que avanza el componente político, y con él el tenor trágico del conjunto. Los compases entremesiles del inicio, ajacarados, más bien, con ambientación prostibularia, construyen un espacio más que humilde. En él, la figura del Duque sólo puede aparecer bajo disfraz, bajo manto o bajo fama algo baja. Cuando el Duque, en un progreso manifiesto, va adquiriendo categoría de príncipe preocupado por la solidez de su dominio, se produce una disminución considerable de los resortes cómicos. El gracioso, que podría sobrellevarlos sin menoscabo de cierta verosimilitud, adopta un papel ancilar, de apoyo casi didáctico a las acciones de Federico. Abandona su función especular por una tutela pragmática de humildes pretensiones eruditas. Desvía el discurso hacia el terreno de lo trágico, hasta el punto de que abandona el lugar del castigo, sólo recobrado para pronunciar las últimas palabras: «Aquí acaba, / senado, aquella tragedia / del castigo sin venganza, / que, siendo en Italia asombro, / hoy es ejemplo en España» (v. 3017-3020). Espero no haber contribuido de forma innecesaria al volumen notable de bibliografía al respecto de El castigo sin venganza. Pero, necesitado de un análisis que resultara convincente en términos políticos, el texto me exigía que pudiera dar cuenta de él. No sé si lo logré o si habré hecho buena la misma sospecha que Borges albergaba sobre la crítica del Martín Fierro, al decir que no había otro libro argentino que hubiese sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades.

Source: http://ceredi.labos.univ-rouen.fr/public/IMG/pdf/CANDELAS.pdf

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